El anciano de la cabaña

(Al querido hermano José Ramón Bonilla Almonte, consanguíneo en prospecciones espirituales).En estos días de…

(Al querido hermano José Ramón Bonilla Almonte, consanguíneo en prospecciones espirituales).

En estos días de octubre cuando he mirado más largamente la quietud del cielo y el parpadeo lejano de las estrellas, mi alma ha sentido un desencanto de toda la existencia. A mi edad es paradójico y no ha dejado de sorprenderme, pero las cosas del mundo, sus agitaciones habituales, me parecen vacías e inexplicables, imagen de la Nada. Vislumbro mentalmente sobre la Tierra una especie de interrogante desesperada que no acaba por deshacerse, y siento en mí mismo una infinita soledad, inconsolable.

Mis meditaciones dolorosas me ponen más triste que de costumbre, y la poca alegría de mi corazón ha sufrido la evanescencia de lo efímero. Permanezco largas horas sumido en pensamientos sobre la vida y los afanes de los hombres sin que pudiera evitar imaginármelos de condición despreciable, atrapados en la  monotonía de siempre. Buscando algún sentido tranquilizador de la palabra “existencia” he viajado por innumerables ciudades como un extraño de la vida.

Siempre pensativo camino por calles apretadas, por senderos solitarios, por campiñas y valles, por montes y cañadas, llevando en mi interior el peso de mis andanzas. El abatimiento me consume, mi tristeza irremediable me contrae el rostro, dándole un aspecto austero, y mis ojos cansados tienden su mirada fría sobre todo lo creado, como un reproche.

Quizás, sólo quizás, aquellas palabras del Eclesiastés: “vanitas vanitatum et vanitas”, tuvieron la culpa; desde entonces nada para mí tiene importancia.  El lenguaje de los hombres se me antoja insulso; los estudios, inútiles; los esfuerzos, vanos; las alegrías, tontas; el orgullo, ridículo; el amor, locura; la envidia, lepra; la lujuria, lodo; la codicia, ciega; la riqueza, paja; la amistad, fingida;  la risa, vana; el odio,  extravío; la fama, contrariedad; la existencia, páramo. He leído los libros de la sabiduría y los encuentro vacíos, tanteando en el misterio sin esperanza de revelaciones incuestionables.

Cada mañana  que despierto se  me antoja un castigo, un desprendimiento inexorable de  esa  parcial ignorancia de mundo que es el sueño; y  paso   los días  cabizbajo, vegetando entre amarguras sombrías. Me he recluido  en mí mismo y, hermano del silencio, he vuelto los ojos hacia el abismo de mi alma, alumbrando débilmente con la tea del pensamiento esas obscuridades interiores. Me siento en un rincón solitario de tarde en tarde, las piernas cruzadas, el mentón sobre la palma de la mano izquierda, el semblante triste y los ojos hundidos, en la soledad más callada  y melancólica, en largos ensimismamientos; y entonces percibo dentro de mí vaguedades difusas y las sensaciones de un “yo” que no puede explicarse, que repite con  insistencia: “yo soy … ¿quién soy yo?, ¿por qué existo? Habito en este cuerpo envuelto en el más hermético misterio; yo soy, yo soy…, ¿pero quién soy yo”, y no se acaba de despejar la incógnita.

Los hombres cruzan a mi lado con indiferencia, y los acontecimientos parecen ignorarme del todo. Estoy preso en la libertad, y muerto en vida. Tengo un pequeño aposento, unos cuantos anaqueles ocupados con libros milenarios de antiguos doctores de la sabiduría y pacientemente los leo, los medito, mientras pasa mi vida silenciosa. Horas y horas he mirado, leído, interrogado, esas líneas graves que parecen naufragar en un lago de auroras inaccesibles, entre efluvios de luces intermitentes que intentan dar alguna misteriosa revelación. He vivido la vida de esos tiempos remotos, evadiendo el presente, buscando en cada signo el símbolo que encierra, y en cada conjetura su enunciación explícita.

Al menos, el alma de la música me cautiva; sus olas de armonía invaden todo mi ser, despertando en él inesperadas sugestiones de lo Incognoscible, poniéndome en un estado de sonambulismo estático en el cual imagino acercarme a la Fuente de la Vida. ¿Qué albores maravillosos entrevió Confucio en aquella “armonía del chao”, cuyos acordes lo enmudecieron durante muchos meses? Los ojos del Enigma parecen traslucirse tras la gasa impalpable de la Belleza Pura.

En una de estas  tardes,  el véspero brillaba en la lejanía, con mirada quieta. El sendero del bosque parecía perderse en el silencio  y la  tibia  luz caía  sobre las   cosas pálidamente. Caminaba con lentitud, contemplando las  cimas doradas, sorteando los arroyuelos y apartando las muchas ramas que se extendían sobre el camino. Se escuchaba el chirrido de las cigarras, y  los  pájaros planeaban sus alas en sus vuelos tardos, hasta que llegué a la ribera de un río extraño que fluía del corazón de una montaña.

Tranquilos nenúfares se  movían en la superficie de sus charcos y libélulas errabundas volaban al ras sobre las aguas con sus alas vibratorias. El crepúsculo se insinuaba ya sobre los cerros lejanos, y pronto cayó la noche. En un momento dado vi frente a mí una luz que hendía las sombras. Atravesando un puentecito y subiendo una cuesta iba buscando de dónde salía, mientras la luna en el cielo derramaba sus cenicientas claridades. Poco a poco se fue mostrando una mole informe que fue definiéndose en sus contornos y, finalmente, me encontré frente a una pequeña cabaña con una ventana que daba hacia Levante y escondida entre frondosos árboles, en un recodo del río. En su interior, frente a una mesa rústica, estaba un anciano de blancas barbas venerables, leyendo extrañamente iluminado por una velita encendida en un viejo candelabro. En un fogón cercano ardían llamas volubles y un perro de gran tamaño descansaba enroscado a sus pies. Tímidamente llamé a la puerta, dando tres toques leves con el puño de la mano.

Apareció el anciano ante mí, inclinado bajo el peso de los años; su rostro, enjuto; sus ojos, profundos, sombreados por las cejas pobladas.

-Buenas noches -le dije- ¿Me permite el señor entrar a descansar un poco, por favor? Estoy cansado de mucho caminar, inesperadamente se me hizo de noche y ando un poco extraviado.

-Pase usted; sea bienvenido, aquí puede estar, descansar en paz -replicó, volviéndose para señalarme una vieja silla de madera.

Según pude apreciar con la luz disponible en la cabaña, vestía pobremente, con una especie de chaqueta raída que ponía sus brazos secos al descubierto. Los calzones, con el ruedo recogido, eran sostenidos por una soga ceñida a la cintura, y calzaba una especie de sandalias polvorientas; sus cabellos le caían sobre la nuca y mirándome misteriosamente, inquirió:

-Buen hombre, ¿en qué pudo servirle, qué anda usted buscando por estos lugares tan solitarios?

-El sentido de la vida -le respondí-. He caminado mucho, recogiendo cansancios y mi mente está acosada de tantos pensamientos pesarosos. Quizás sepa usted …
-Nada sé -me interrumpió- Vivo solo desde hace muchos años, aquí donde me ha encontrado, alejado de la gente. Leo con frecuencia libros extraños que me han enseñado a separarme del mundo y que repiten a cada instante: “el sentido de todo está en la muerte; ella nos despierta a una vida superior”, pero luego dicen cosas que no entiendo muy bien; inverosímiles, al parecer. Sé que una luz nos iluminará, que algo nos dicen los crepúsculos en su quietud y el nacimiento de las flores en su inocencia, que las noches estrelladas tienen un lenguaje aún no descifrado, que las auroras son como la prefiguración de otras,  ultraterrenas, indeciblemente más hermosas, acaso manifestadas en sueños, surgidas de fuentes misteriosas  del inconsciente. Esas franjas luminosas perdidas en la sombra de los tiempos, que aparecen lejanamente visibles en el horizonte, ¿no son como la anunciación de quién sabe qué inefabilidades desconocidas? Yo he sentido la embriaguez del misterio y las palpitaciones del corazón de la Soledad; he escuchado el trino de las aves solitarias y la cancioncilla monótona de los arroyuelos; he mirado la ondulación de los arrozales movidos por el viento y sentido la trascendente solemnidad de la Naturaleza adormilada. Un huerto florecido me brinda sus olores y los ríos me alimentan con sus peces. Soy feliz, porque tengo la esperanza de ver otras estrellas, brillando con dulzura  en cielos de amorosa paz … Desprecio las ciudades, las evito, y así deseo vivir hasta mi día postrero.

El anciano no habló una palabra más. Yo permanecía pensativo mientras él me miraba compasivamente. La luz pálida de la velita iluminaba nuestros rostros, y reconocí que me faltaba la noción del tiempo y del lugar. Un escalofrío intenso estremeció mi cuerpo y era presa de una extraña inquietud. Nunca he podido definir la sensación que sintió mi alma en aquellos momentos. Sólo sé decir que cuando empezaba a clarear, luego de un sueño reparador, me levanté más tranquilo, tomamos juntos el café de la mañana, y al despedirme de él le pregunté de pronto, maquinalmente:

-¿Dónde nace la fuente de la aurora?

-En las praderas del Cielo -me respondió-, tras el horizonte de Oriente.
Y caminé largo tiempo…

(San Juan de la Maguana, 1959).

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