Donde habita el olvido

Recuerdo que me impactó hasta el susto, tanto como aquella rotonda que giramos de prisa para volver sobre las pisadas de la camioneta, y ver…

Recuerdo que me impactó hasta el susto, tanto como aquella rotonda que giramos de prisa para volver sobre las pisadas de la camioneta, y ver el Aula Magna. Mi cabecita sobresalía con cuidado de la ventana de la cabina trasera, con las manos de apoyo, y miraba absorta aquel mundo paralelo, separado del exterior por unos muros enormes y sin pintar.

Poco sabía de aquel lugar, más que había sido donde había estudiado mi padre –y donde estuvo a punto de perder la vida-, mis tías, y ahora Belkis, mi hermana, que se adiestraba para el arte de diseñar con dignidad las construcciones. La UASD me parecía entonces, mística, temida. Sus huelgas, historias rebeldes y revolucionarias las tenía inyectada en las venas. Saber que en el amplio campus de fútbol mi padre no murió gracias a que unos cables y unas atrevidas ramas de árboles amenazaron el helicóptero que lo perseguía para matarlo, era motivo suficiente para no me simpatizara. Pero no había otro destino. Ahí debía estudiar, como el resto de mi árbol genealógico.

Luego de aquella visita fugaz, hubo muchas otras más. Solía acompañar a mi hermana a sus clases, pero no logro recordar para qué. Lo que sí recuerdo es haber rodeado hasta el cansancio todo el campus para poder entrar. Todas las puertas estaban cerradas, pero mi hermana se empeñaba, me obligaba a seguir, insistiendo en que encontraríamos una abierta. Y así fue. Aunque el recorrido me pareció una eternidad, no chisté. Era sábado.

Cuando me llegó el turno a mí, la más pequeña de cuatro hermanos, la universidad me era tan familiar, que no caí en la trampa de ser confundida de lugar, como otros, ni sufrí el andar desorientado que caracteriza a los “pinos”.

No había mucha diferencia en la Primada de América de que había conocido aquella mañana. Al cruzar por cualquiera de sus puertas notabas lo mismo: un aire de olvido, de sopor como el que describe Márquez de Macondo luego que se marchara la compañía bananera. Una nostalgia se mezclaba en sus calles, sobre todo cuando era muy temprano en la mañana y los rayos de sol apenas tocaban el campus.

Las facultades desvencijadas, sucias. El colegio Universitario, donde se cursaban las asignaturas “del colegio” era para mí de los más tristes. Le faltaba pintura. Sus pisos estaban ya manchados del polvo sin barrer. La facultad de Ingeniería, que tanto admiraba, tenía (tiene) los baños más hediondos que he olfateado jamás. La biblioteca era un viejo edificio polvoriento, asustado de incompetencia, una pena que allí estuviera el corazón de la literatura de la primera universidad del Nuevo Mundo.

Algunos profesores y estudiantes parecían que compartían aquel virus de abandono. La mala administración de las autoridades, los años de ser testigo de persecuciones, abusos, matanzas, le había cobrado la vida y solo quedaban esos muros grises y misteriosos. La “autónoma” cumplía una misión sui generis, absurda, filosófica.

Hoy no dista mucho lo que vi cuando me matricule CB-0386, en psicología clínica (sí, ese fue mi primer intento de profesión, hasta que en el cuarto semestre di mi brazo a torcer y acepté que lo mío es y será periodismo). Que hay menos protestas, que no hay que hacer filas para inscribirse o reinscribirse, que construyeron una nueva biblioteca, con un aire potente, pero desnutrida de libros, de cultura.

Sí, hay un parqueo, pero como si no lo hubiera. Los mil millones que costó construirlos nos sacan la lengua al estudiantado, pues todavía no hay vehículo que se estacione dentro de él, y los carros siguen taponando las calles y armando un caos en las horas pico.

Sí, han remodelado ya casi dos facultades. La primera: la de Ciencias Económicas y Sociales. La primera señal de mejoría, fue que “todo el mundo” iba a sus baños.

Ya están haciendo alguito por mi admirada facultad Ingeniería, mientras los estudiantes toman sus cátedras inspiradoras al aire libre, cobijados de una mata, si hay sol; y si llueve… ¡ay! mejor ni se pregunten.

Mientras tanto, la facultad de Humanidades se cae a pedazos, esperando su turno al bate.

Algunas de las extensiones del economato han desaparecido, dejando uno que otro quiosquito para abastecer al estudiante cuando le ataca la sed o el hambre, o las dos. Los bizcochitos de maíz que allí se compran pueden hacer que un viaje para buscar una butaca de un tercer nivel al primero, sea menos traumático. ¿No sabían? En mi universidad hay que cargar butacas, pues no hay abasto. Y con suerte. Unas veces te toca quedarte de pie, o sentarte en el piso, depende como esté tu ánimo, o el del profesor.

Las maquinarias de las interminables construcciones internas trabajan a todas horas, afectando aún más las nefastas condiciones en las que hay que tomar las clases. Ruido, polvo, desorden, sucio… hay de todo en mi querida universidad. Si, querida. Porque a pesar de todo, me duele que unos cuantos la tengan secuestrada, confinándola al más miserable de los destinos.

Hace unos años no sé lo que es pasar un día entero en sus “atrios”, gracias al trabajo. Pero cuando llego, asida de mis libros y cuadernos, subiendo presurosa por la calle Cristóbal de Llerena hacía Humanidades (casi siempre voy retrasada) solo pienso en lo pronto que quiero salir de aquella cárcel que también amenaza con quitarme la vida, así como una vez lo hizo con mi padre.

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