– ¡Una cosa impresionante, impresionante!
-Sí, sí. Pero sáltate esa parte y cuéntame lo demás; todo aquello que debiste traer en fotos, y como no trajiste fotos, pues comienza a hablar como rememorando, le digo.
Echa una miradita hacia arriba y para la derecha y dice: ok.
-Me quedé en el piso número 25 y desde allí tenía una vista impresionante de la playa, una cosa bella. Se veían los pequeños negocios de expendio, y el gentío. Cada espacio es bien aprovechado, cada cosa en su lugar.
Su relato un medio lento y estaba ansiosa, así que lo apresuré con preguntas.
-¿Y la brisa?
-Es húmeda; porque no hay palmeras.
-¿Y la calle donde estaba el café?
-Igualita que la zona colonial de aquí.
-¿Y la gente?
-Bien.
-¿Qué sonidos tenía la ciudad?
-Los de una ciudad.
No, no. –Dije – ¡Algún sonido especial debiste escuchar!
Entonces contestó: Cuándo vas por el Malecón, ¿qué escuchas?
-A los carros y a la mar. Respondo.
-Pues eso es lo que se oye, y ya. Y cuando veníamos, se veía el Amazonas. ¡Wao! Esa ciudad está lejos, muy lejos, pero vale la pena el viaje, es algo diferente.
Ajá. ¿Y qué más? (Sigo atosigándolo con preguntas).
-Ya.
-¿Ya?
– Sí, ya.
¡Ay mi madre¡ Te fuiste por casi una semana y trajiste el cuento más corto jamás escrito sobre un viaje tan impresionante.
Me miró y no dijo nada más, y pensé: ¡Santísimo! Pero, ¿y dónde era que tenía los ojos?