El malecón de SD alberga inquilinos en sus arrecifes

El mar está picado. Las olas se agitan embravecidas y en su constante vaivén llevan consigo toneladas de basura a la orilla.

El mar está picado. Las olas se agitan embravecidas y en su constante vaivén llevan consigo toneladas de basura a la orilla.Esa misma orilla que en sus arrecifes alberga a seres desafortunados, que han convertido en sus refugios las cuevas que la naturaleza caprichosamente se encargó de moldear.

Decenas de historias se tejen a lo largo de buena parte del litoral del malecón de Santo Domingo, no sólo de los denominados “palomos” o niños de la calle, sino también de gente a la que la suerte no le ha dejado otra alternativa. Joshua es uno de ellos.

Con la mirada perdida en el horizonte, como queriendo buscar los retazos de la buena vida que una vez tuvo, este italiano, profesional de la informática, hoy es uno de los inquilinos que el mar Caribe generosamente aceptó.

De los nueve años que lleva en el país, cumplirá cuatro habitando en una de esas cavernas a la que según dice, sólo él puede llegar por la complejidad de sus formas y su cercanía con el mar cual si fuera el hombre araña. “Para entrar ahí hay que ser un Spyderman”, dice.

Con el cuerpo tapizado de tatuajes, este siciliano narra que poseído por los juegos de azar dejó en los casinos casi un millón de dólares y sin dinero se vio obligado a vivir en la calle.

Botellas que trae el mar

De las contaminadas aguas, Joshua extrae los vidrios que el mar se ha encargado de pulir y que gastados se asemejan a cuarzos de distintos colores. Con ellos rellena botellas que luego vende en juegos de a tres por RD$300 a turistas que pasean por el malecón.

Esta se ha convertido en su forma de ganarse el sustento, a parte de la recolección de tapas plásticas de botellones de agua, que luego vende a una empresa recicladora a RD$15 cada una.

Cuando la cosa está mala, se alimenta recogiendo sobras de comida de los zafacones de las remozadas plazas Juan Barón o Güibia, “restos de pizza y cualquier cosa que encuentre para no robar”.

Riñas constantes

Igual de desdichada, pero más traumática, es la vida de Fany. Su rostro desfigurado, con catorce puntos distribuidos en dos heridas que le atraviesan la cara, habla por sí solo.

El pasado 31 de diciembre recibió una puñalada de otra mujer tras una violenta discusión. “Tú sabes como ´ta to el mundo, rulay esos días”, dice su amiga Jessica, quien la visita cada vez que puede. Las mujeres, que sin pudor se lavan sus partes íntimas ante el paso de los transeúntes en la llave pública que se encuentra en el Fuerte San Gil, cerca del Obelisco Hembra, enjuagan su ropa y la tienden. Pero viven abajo, en las cuevas, junto a quince personas más.

“Mira, piel morena, aguántate que ´toy hablando con la gente”, le vocea a la amiga porque van a la Fiscalía a poner la querella por las agresiones sufridas.
Un jovencito que pulula por el lugar asegura que son prostitutas, aunque ellas lo niegan pero no lo descartan. “A mí no me gusta ´cueriar´ sólo lo hago cuando es por necesidad”.

Fany lleva siete años en las cuevas con su marido.“Aquí vivimos como si fuéramos indios, en la prehistoria”. Y tiene razón: se cocina con leña, se duerme con cartones y se vive de las providencias del mar. Así malviven los inquilinos de los arrecifes. 

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