Conozco a muchos intelectuales que, por sus experiencias y vivencias, deberían de estar en los medios. Son polémicos, rabiosos, intrigantes, cascarrabias; pero también dueños de un arsenal de informaciones, confidencias y secretos que ojalá no se lleven a la tumba. Si escribiesen, se caerían muchos santos del altar nacional.

Hace un tiempo, provoqué a uno de esos dinosaurios, y, como por arte de magia, sacó un expediente del siglo pasado que me dejó perplejo. Era un legajo del tamaño de una mala palabra. Ese amasijo de documentos destilaba un vaho, no tanto por su antigüedad, sino por la historia de saqueo y de estafa que encerraba y delataba. Me lo ensenó de lejos, diciéndome: “…si lo desamarro, fácilmente se mete en el pasado de cualquier familia…, de esas de abolengo y apellido…”.

Muchos de esos intelectuales fueron empleados públicos o privados. Otros, no les sirvieron a nadie. Unos pocos, se formaron en el extranjero y sirvieron -por muchos años- en instituciones y organismos internacionales. Poquísimos, vivieron ambas experiencias. Estos últimos, son los más explosivos.

Como colofón y para dejar constancia de la acidez de estos intelectuales rabiosos, quiero narrar lo que sigue: hace algún tiempo (harán unos 15 años) presencié un match entre dos intelectuales rabiosos. Todo sucedió en un pequeño espacio en donde ambos fueron a parar; uno por cansancio, y el otro por la súplica de un tercero que, creyéndolo una cosa (un pendejo), le salió otra.

El caso fue que ambos, teniendo que soportarse, un día, prefirieron herirse sin piedad. En aquel altercado verbal, ni siquiera, la Santa sede quedó ilesa.

Trujillo y Balaguer se llevaron la peor parte. Y mientras la discusión entraba en calor, se oyó una vocecita, como de ultratumba, que clamaba: “¡Cálmense!”, a lo que el más puntiagudo e irreverente espetó: “¡Cálmate tú, alcahuete!”.

Ese alcahuete, fue el culpable del encuentro y también de aquella posible desgracia. Y todo, por alzarse con otro dominio (un principado), y de paso, monopolizar, con exclusión y saña, la vida y futuro de muchos. Y eso, que quien lo hubiera visto (al tercero -de la vocecita-) lo compraba.

¡Ah, la apariencia que engaña! Me dije -y me sigo diciendo- a pesar del tiempo.

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