El franciscano español Fray Juan de Zumárraga (1468-1548), primer obispo de la diócesis de México, funda en 1536 en Tlatelolco, ‘ciudad gemela de Tenochtitlan’, el Colegio de Santa Cruz de Santiago. Y millares de indios se hacen “músicos, cantores, pintores, calígrafos, gramáticos, filósofos y lingüistas” en los diez o quince años que pervive la escuela. Los indios ilustrados colaboran en la creación del Herbario, “el primer libro compuesto en América sobre remedios médicos indígenas […] y también el primer libro que demuestra el arte pictórico y la ciencia botánica de los indios“, como escribió Fernando Benítez.

El misionero franciscano Toribio de Benavente (más conocido como Motolinia) relata: “[…] los indios han salido grandes pintores después que vieron las muestras e imágenes de Flandes y de Italia que los españoles han traído”. Los franciscanos de Quito fundan en 1543 la primera escuela suramericana de artesanos indígenas. De 47 pintores documentados en Cuzco durante el período virreinal, 35 eran indios, siete mestizos, cuatro españoles y uno italiano. Durante el siglo XVI cristaliza en México el estilo Tequitqui, palabra náhuatl que significaba ‘subsidiario’.

Técnicas precolombinas y mitologías antiguas se incorporan a las decoraciones, las esculturas y las pinturas. Pumas en lugar de leones, mazorcas de maíz que sustituyen los racimos de uvas de las columnas salomónicas, caballeros-águilas aztecas… ideologías antiguas entre los anagramas del Renacimiento.

A las nuevas tierras llegaban las obras del miniaturista aragonés Ferrer Bassa, como también los lienzos del gótico-renacentista Pedro Berruguete y los del hispano-flamenco Fernando Gallego. En el caballete español se iluminaba la vida del Señor, de la Virgen, de los Santos. El alma ibérica contemplaba las caras, mas no el paisaje. En el nuevo escenario, la grave coloración —de tierras, de rojos, de negros— se prestaba al engrandecimiento del volumen. Y los dorados reiteraban el profuso acento decorativo.

En la pintura, el mestizaje fue lento. La pintura europea expresaba el concepto del espíritu replegado sobre sí mismo. A las provincias españolas de ultramar acudían grabados de las grandes obras del Renacimiento. América, empero, era cosa distinta. Miguel Ángel, Leonardo y Rafael ocurrían cual filósofos que delineaban con la razón. Piero della Francesca dividía el espacio mediante el empleo del ‘justo medio’. Sería preciso, pues, esperar a Carracci, al Caravaggio, a Rubens, a Zurbarán, a Velázquez…

Si bien la expresión americana rechazaba la simetría y los espacios vacíos, al horror vacui le era inseparable, asimismo, la acción expansiva, el núcleo irradiante: la vasta libertad de una condición que se excedía en sus proporciones no menos que en sus matices. Y en ese “vitalismo en extrema tensión”, en ese “impulso potentísimo e incontenible hacia lo ilimitado”, en ese “hervor tumultuoso de lo impreciso y dinámico” cuajaría la esencia artística del Nuevo Mundo: el Barroco americano… el Barroco de Indias.

Wölfflin discierne las claves: frente a la visión clásica renacentista de perfilados contornos y superficies, el Barroco tiende a lo pictórico, a captar la apariencia óptica fugaz; frente a la composición en planos, la composición en profundidad; frente a la forma cerrada, la forma abierta; frente a la unidad compositiva lograda por la armonía de partes autónomas, la subordinación de todo a un motivo primordial; frente a la claridad absoluta de cada objeto aislado, una claridad ‘relativa’ supeditada al efecto general. Cabía, incluso, la antinomia nietzscheana: hacer frente a lo ‘apolíneo’ del Renacimiento con lo ‘dionisíaco’, lo ‘fáustico’ del Barroco.

Pero el Barroco de ‘aquí’ no era el Barroco de ‘allá’. “El Barroco de América —apuntó Pedro Henríquez Ureña— difiere del Barroco de España en su sentido de la estructura, cuyas líneas fundamentales persisten dominadoras bajo la profusión ornamental”. Alejo Carpentier, de su lado, señala: “América, continente de simbiosis, de mutaciones, de mestizajes, fue barroca desde siempre. […] ¿Y por qué es América Latina la tierra de elección del Barroco? Porque toda simbiosis, todo mestizaje, engendra un barroquismo […] Nuestro mundo es barroco por la arquitectura, por el enrevesamiento y la complejidad de su naturaleza y su vegetación, por la policromía de cuanto nos circunda, por la pulsión telúrica de los fenómenos a que estamos sometidos”.

En los grandes centros urbanos del Nuevo Mundo el Barroco, esencialmente, es arte replantado, trasladado. Las imágenes venían de Murillo y de Mena, de Zurbarán y de Rubens. Las tallas en madera procedían de Juan Martínez Montañés, el autor de un capolavoro: Cristo en la Cruz. De Francisco Pacheco, maestro y suegro de Velázquez, serían las reglas: María adolescente, vestida de azul y blanco, coronada de estrellas, con la luna bajo sus pies y arcos de luz en derredor. El Nuevo Mundo, sin embargo, hubo de imponer su sello.

(El fulgor se deshace en rotas porciones de materia inacabada, en fragmentos arrastrados por la obsesión perenne del instante. La luz es principio que torna visible el límite angosto de la razón: chispa breve, rubor liberado, fugacidad atrapada en el laberinto denso de la fe. Más allá de toda forma, de toda sensación, de toda frontera, la contemplación deviene en acatamiento de luz, en fulguración exaltada, en unción deslumbrada y deslumbrante. El Verbo es ‘lumen de lumine’.)

Iglesias, retablos, esculturas, pinturas, nacen bajo la mirada del mestizo americano. Dos estilos predominaban: uno, culto y europeizado, reciamente inspirado por los grabados flamencos, españoles e italianos; el otro, popular y reluctante a las ideas europeas, ejecutado por maestros anónimos en un estilo decorativo, de colores brillantes y expresión candorosa, que recordaba el arte popular y la tradición medieval en la representación.

Los nombres son abundantes y creaban escuelas en la América virreinal de los siglos XVII y XVIII: en Quito, en Cuzco, en Potosí, en México, en Lima, en Popayán, en La Paz, en Ouro Preto, en Bahía. Las imágenes avivaban el dogma con un fulgor inédito. Ahí estaban Antonio Albán, José Cortez de Alcocer, Manuel de Samaniego y Miguel de Santiago. Y también el indígena Diego Quispe Tito, el Maestro de la Almudena, Leonardo de Flores, Gaspar Miguel de Berrio, Miguel Cabrera, José Joaquín Magón y Sebastián López de Arteaga. En las figuras policromadas de Legarda, del Aleijadinho y de Caspicara (el indio Manuel Chili) se recubrían de levísimas fosforescencias los enigmas de la fe.

La dimensión del sendero americano marcaba las huellas del instinto, de la clara perspicacia y la intuición creadora que hervían en aquel crisol colonial. El zambo, el caboclo y el mulato enunciaban, en la infinitud del continente, un alegato estético disuelto en atisbos del nuevo dogma: un credo heterogéneo e inextinguiblemente encadenado al origen. Y el ornamento, de tal manera, se hacía idóneo para suplantar arcanos y consejas, memorias y conjuros. Laberintos esenciales de una fe encerrada en sí misma, circular, sin principio ni final.

Claro que sí: era el Mundo Nuevo subyugado por la Europa de Platón y Julio César. Un lugar adonde el viejo continente asomaba ahora su hocico transterrado. Y el sitio en que, más tarde, tronarían los ecos de Bolívar: “No somos blancos, no somos indios, no somos negros: somos un pequeño género humano aparte”.

Todo en un viacrucis de agonías y de efímeros arranques de claridad que, hace ya unos tres o cuatro siglos, sucediera en esta mitad del mundo. En este metafórico destino americano donde nos tocó abrir los ojos y existir.

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