La mirada azul de Fabrizio Corbera, príncipe de Salina, captaba todos los detalles, se posaba curiosa sobre la humana marea que pululaba en derredor, leía en los rostros, en aquellas máscaras ambulantes el mapa emocional que reflejaban como si se tratara de un libro abierto. Como si el Gatopardo estuviera al acecho de una presa.

Pero ahora empezaba a sentirse extrañamente melancólico y cansado, un cansancio existencial, visceral, una desbocada melancolía que se traducían “en un auténtico humor negro”. Había hecho mal en asistir a la fiesta y habría sido peor, socialmente inaceptable, marcharse a esa hora.

La mirada crítica del príncipe buscó entonces otro motivo de distracción y comenzó a escudriñar los pliegues arquitectónicos y ornamentales del palacio de la familia Ponteleone. Aquí y ahora, a través de los ojos del príncipe, el penetrante bisturí crítico, la prosa increíblemente sutil y eficaz de Lampedusa, funciona como un taladro, interpreta, descifra el carácter, la sicología y sociología de los colores, los metales y las formas, el signo de los tiempos. Parecería haber encontrado (como quería Juan Ramón Jimenez) “el nombre exacto de las cosas”:

“El salón de baile era todo oro: liso en las cornisas, cincelado en los marcos de las puertas, damasquinado claro, casi plateado sobre menos claro, en las mismas puertas y en los postigos que cerraban las ventanas y las anulaban, confiriendo así al ambiente un significado orgulloso de cofre que excluye cualquier referencia a un exterior indigno. No era el dorado deslumbrante que ahora aplican los decoradores, sino un oro consumido, pálido como los cabellos de ciertos niños del Norte, empeñado en esconder su propio valor bajo un pudor, ya perdido, de materia preciosa que quería mostrar su propia belleza y hacer olvidar su propio coste. Aquí y allí sobre los paneles, grupos de flores rococó, de un color un tanto desvaído como para no parecer más que un efímero rubor debido a los reflejos de las lámparas”.

A continuación se establece un vínculo sorprendente entre la luz del palacio y la luz de un paisaje rural y campesino, un doloroso contrapunto entre opulencia y miseria, entre opulencia y “superficies sedientas (…) bajo la tiranía del sol”, bajo la mirada de los dioses:

“Esa tonalidad solar, ese abigarramiento de brillos y sombras hicieron que a don Fabrizio le doliera el corazón. Estaba negro y rígido apoyado en el vano de la puerta: en aquella sala eminentemente patricia acudían a su mente imágenes campesinas: el timbre cromático era el de los inmensos sembrados en torno a Donnafugata, estáticos, implorando clemencia bajo la tiranía del sol: también en esa sala, como en los feudos a mediados de agosto, la cosecha había sido efectuada hacía tiempo, almacenada en otro lugar y, como allí, quedaba solamente el recuerdo en el color de los rastrojos quemados e inútiles. El vals cuyas notas atravesaron el aire caliente le parecía sólo una estilización de ese incesante paso de los vientos que pulsan su propio laúd sobre las superficies sedientas ayer, hoy, mañana, siempre, siempre, siempre. La locura de los bailarines entre quienes había tantas personas próximas a su carne, ya que no a su corazón, acabó por parecerle irreal, compuesta de esa materia con la cual están tejidos los recuerdos perecederos, que es más frágil aún que la que nos turba en los sueños. En el techo los dioses, reclinados sobre dorados escaños, miraban hacia abajo sonrientes e inexorables como el cielo de verano”.

El rústico Calogero Sedara, el futuro suegro de su sobrino Tancredi apreciaba el inmueble por otras razones y “Sus ojillos vivaces recorrían el ambiente, insensibles a la gracia, atentos al valor monetario (…) al precio actual del oro”, y el príncipe se “dio cuenta de que lo odiaba”.

La irritación y el cansancio lo obligan a buscar refugio en la “la biblioteca, pequeña, silenciosa, iluminada y vacía” y allí empieza morbosamente “a contemplar un cuadro que tenía delante. Era una buena copia de la Muerte de Justo de Greuze: el anciano estaba expirando en su lecho, entre los bullones de sus limpísimas sábanas, rodeado por nietos y nietas que levantaban los brazos hacia el techo. Las muchachas eran graciosas, picarescas, y el desorden de sus vestidos más sugería el libertinaje que el dolor: se comprendía al punto que ellas eran el verdadero tema del cuadro”.

La entrada de Tancredi y su bella prometida Angélica lo distrae momentáneamente, sólo momentáneamente de sus cavilaciones funerarias. Tancredi le pregunta si está cortejando a la muerte y da sin querer en el clavo. Luego “Los dos jóvenes contemplaron el cuadro con absoluta indiferencia”. El drama era para ellos cosa ajena, piensa el príncipe y vuelve a cavilar sobre el tema:
“Para entrambos el conocimiento de la muerte era puramente intelectual, era por así decirlo un dato de cultura y nada más, no una experiencia que les hubiese penetrado la médula de los huesos. La muerte, sí, existía, no había duda, pero era cosa de los demás. Don Fabrizio pensaba que por ignorancia íntima de este consuelo supremo los jóvenes sienten los dolores más acerbamente que los viejos: para éstos la puerta de escape está más cerca”.

Con Angélica, y a petición de ella, bailará el príncipe el memorable vals que dio mayor fama a la película, y la hora de partir decide regresar a pie a pie a su casa, en la acuciante compañía de negros pensamientos . La muerte, la imagen y la idea de la muerte, parecen caminar a su lado. Todo sucede un poco como en los versos de Quevedo:

“Vencida de la edad sentí mi espada, / y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte”.

La muerte fiel, la muerte convidada lo invade ahora irremediablemente, todo a su alrededor no es más que muerte:
“En las calles había ya un poco de movimiento: algún carro con montones de basura cuatro veces mayores que el pequeño asno gris que lo arrastraba. Un ancho carro descubierto llevaba amontonados los terneros sacrificados poco antes en el matadero, ya descuartizados y que exhibían sus mecanismos más íntimos con el impudor de la muerte. A intervalos alguna gota roja y densa caía sobre el empedrado.

“Por una calleja transversal veíase la parte oriental del cielo por encima del mar. Venus estaba allí, envuelta en su turbante de vapores otoñales. Era siempre fiel, esperaba siempre a don Fabrizio en sus salidas matutinas, en Donnafugata antes de la caza, ahora después del baile.

“Don Fabrizio suspiró. ¿Cuándo se decidiría a darle una cita menos efímera, lejos de los troncos y de la sangre, en la región de perenne certidumbre?”.

En la lírica escena final de la película de Visconti, no de la novela, desaparece a continuación por un angosto callejón.

Da la impresión de que el Gatopardo está a punto de entrar “en la región de perenne certidumbre”.

Posted in Opiniones

Más de opiniones

Más leídas de opiniones

Las Más leídas