Voltaire (François-Marie Arouet: ‘le petit volontaire’) fue una cumbre de la Ilustración y del enciclopedismo del siglo XVIII francés. Radiante en su lucha contra el mal y contra el oscurantismo, contra el prejuicio y la baldía espesura de la historia, se constituyó en irritado pesimista ante la estupidez humana y la fogosidad de la mentira.

A la sazón, dijo: “El fanatismo es a la superstición lo que el delirio es a la fiebre, lo que la rabia a la cólera. Quien tiene éxtasis, visiones, quien toma los sueños por realidades y sus imaginaciones por profecías, es un entusiasta; quien apoya su locura por medio del asesinato, es un fanático”.

Quizá haga falta hoy, entre nosotros, una dosis del ingenio volteriano, de su meticuloso saber y de la donosura con que lo expresa. Ojear su Diccionario Filosófico y sumirse en aquellos párrafos de ardor mitigado, en todo caso contribuirá a serenar los ánimos ciegos. De no alcanzar tan menudo propósito, subsistirá pese a todo la grandeza de un lenguaje que coadyuvó, en horas difíciles, a instaurar los grandes credos de nuestro tiempo.

Del ‘Diccionario Filosófico’ de Voltaire

AMOR. Se dan tantas clases de amor que no sabemos a cuál de ellas referirnos para definirlo. Se llama falsamente amor al capricho de algunos días, a una relación inconsistente, a un sentimiento al que no acompaña la estima, a una costumbre fría, a una fantasía novelesca, a un gusto seguido de un rápido disgusto… en suma, se otorga ese nombre a un sinfín de quimeras.

Si algunos filósofos tratan de examinar a fondo esta materia poco filosófica, que estudien el Banquete de Platón, en el que Sócrates, amante honesto de Alcuzades y de Agatón, conversa con ellos sobre la metafísica del amor. Lucrecio habla del amor físico, y Virgilio sigue las huellas de Lucrecio.

El amor es una tela que borda la imaginación. ¿Quieres formarte idea de lo que es el amor? Contempla los gorriones y los palomos que hay en tu jardín, observa al toro que se aproxima donde está la vaca, y al soberbio caballo que dos mozos llevan hasta la yegua que apaciblemente le está esperando y al recibirle menea la cola; observa cómo chispean sus ojos, escucha sus relinchos, contempla sus saltos, sus orejas tiesas, su boca que se abre nerviosamente, la hinchazón de sus narices y el aire inflamado que de ellas sale, sus crines que se erizan y flotan y el movimiento impetuoso que los lanza sobre el objeto que la naturaleza les destinó. Pero no los envidies, porque debes comprender las ventajas de la naturaleza humana, que compensan en el amor todas las que la natura concedió a los animales: fuerza, belleza, ligereza y rapidez.

Hay animales que no conocen el goce, como los peces que tienen concha; la hembra deja sobre el légamo millones de huevos y el macho que los encuentra pasa sobre ellos y los fecunda con su simiente, sin conocer ni buscar a la hembra que los puso.

La mayor parte de los animales que se aparean no disfrutan más que por un solo sentido, y cuando satisfacen su apetito termina su amor. Ningún animal, excepto el hombre siente inflamarse su corazón al mismo tiempo que se excita la sensibilidad de todo su cuerpo; sobre todo, los labios gozan de una voluptuosidad que no fatiga, y de ese placer sólo goza la especie humana. Es más, ésta, en cualquier época del año puede entregarse al amor; los animales tienen su tiempo prefijado. Si reflexionas y te haces cargo de estas preeminencias, exclamarás con el conde de Rochester: «El amor, en un país de ateos, es capaz de conseguir que adoren a la divinidad».

Como los hombres recibieron el don de perfeccionar todo lo que la naturaleza les concedió, llegaron a hacerlo con el amor. La limpieza y el aseo, haciendo la piel más delicada, aumentan el deleite que causa el tacto, y el cuidado que se tiene para conservar la salud hace más sensibles los órganos de la voluptuosidad. Los demás sentimientos se entremezclan con el del amor como los metales se amalgaman con el oro; la amistad y el aprecio lo favorecen, y la belleza del cuerpo y la del espíritu le añaden nuevos atractivos. Sobre todo, el amor propio estrecha esos lazos, porque el amor propio se encomia a sí mismo por la elección que hizo y las múltiples ilusiones que hace nacer, y embellece la obra cuyos cimientos inició la naturaleza.

[…] Los filósofos eróticos suscitaron la cuestión de si Eloísa pudo seguir amando verdaderamente a Abelardo cuando después de castrado fue fraile. Yo creo que Abelardo siguió siendo amado; la raíz del árbol cortado conserva siempre un resto de savia y la imaginación ayuda al corazón. Nos complacemos en continuar sentados a la mesa cuando no comemos ya. ¿Es esto amor?, ¿es un simple recuerdo?, ¿es amistad? Es un no sé qué compuesto de todo ello, un sentimiento confuso semejante a las pasiones fantásticas que los muertos conservaban en los Campos Elíseos. Los atletas que durante su vida habían triunfado en las carreras de carros después de muertos guiaban carros imaginarios. Allí Orfeo creía cantar aún. Eloísa vivía con Abelardo de ilusiones; ella le acariciaba con la imaginación algunas veces, con el placer superior que debía producirle haber hecho en el Paracleto voto de no amarle, y sus caricias debieron ser más deleitosas porque eran más culpables. La mujer no puede concebir pasión por un eunuco, pero puede conservar el cariño a su amante si por amarle le castran.

POETAS. Cuando sale del colegio, cualquier joven se plantea el dilema de si se dedicará a médico, abogado, teólogo o poeta. De los abogados y médicos ya nos hemos ocupado; ahora diremos algo de la fortuna prodigiosa que algunas veces consigue el poeta.

El teólogo que llega a ascender a la dignidad de papa tiene a sus órdenes, no sólo domésticos teológicos, cocineros, coperos, barrenderos, médicos, cirujanos, reposteros y predicadores, sino también un poeta. Ignoro qué loco sería el poeta de León X, como David fue durante algún tiempo el poeta de Saúl.

De todos los empleos que se pueden tener en una casa principal, indudablemente éste es el más inútil. Los reyes de Inglaterra, que conservan en su isla muchos antiguos usos que se han perdido en el continente, tienen su poeta oficial con la obligación estricta de escribir todos los años una oda en elogio de santa Cecilia, que antiguamente tocaba tan bien el clavicordio que un ángel descendió del cielo para oírlo de más cerca.

Moisés es el primer poeta que conocemos, aunque debemos suponer que mucho antes de su época los egipcios, caldeos, sirios e hindúes, conocían la poesía, puesto que conocían la música. El hermoso himno que cantó Moisés con su hermana María cuando salieron del mar Rojo es el primer monumento poético escrito en versos hexámetros que ha llegado hasta nosotros. No opino, como Newton, Leclerc y otros, que fue escrito unos ochocientos años después del acontecimiento y aseguran que Moisés no pudo escribir en lengua hebrea porque ésta no es más que un dialecto sacado del fenicio, que Moisés no podía saber. Tampoco soy de la opinión del sabio Gnet, quien afirma que Moisés no podía cantar porque era tartamudo y no pronunciaba bien.

[…] No deja de sorprendernos que los primitivos poetas fueran legisladores y reyes cuando en la actualidad se encuentran bastantes personas bondadosas para querer ser poetas de los reyes. Virgilio no ejercía en verdad este empleo en el imperio de Augusto, ni Lucano el de poeta de Nerón, pero confieso que envilecieron algo la profesión considerando dioses al uno y al otro.

Puede preguntarse por qué siendo la poesía tan poco necesaria en el mundo ocupe tan elevado lugar en las bellas artes. Lo mismo puede decirse de la música. La poesía es la música del alma, sobre todo la de las almas grandes y sensibles. Uno de los méritos de la poesía, por todos reconocido, es que dice más que la prosa y con menos palabras. No me ocuparé de otros encantos de la poesía porque son conocidos, pero sí diré que no hay verdadera poesía sin gran sensatez. Pero, ¿cómo puede armonizarse la sensatez con el entusiasmo? Pues como hacía César, que trazaba el plan de una batalla con gran prudencia y una vez realizado combatía con furor.

[…] Ha habido poetas locos, cierto, pero precisamente por eso fueron malos. El hombre que sólo tiene dáctilos y espondeos en su cabeza rara vez es hombre de sensibilidad; en cambio, Virgilio estaba dotado de una razón superior.

[…] Los prudentes romanos se guardan muy bien de excomulgar a los jóvenes que cantan de tiple en las óperas italianas; ya es bastante castigo haberles castrado en este mundo y no necesitan condenarse en el otro.

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