Desde que los rayos del sol marcan el comienzo de un nuevo día, asumimos retos y compromisos de 24 horas, que a simple vista son cosas pequeñas, nimiedades. Nada tan complicado que no estemos en capacidad de asumir y cumplir de manera satisfactoria.

Levantarse a una hora establecida, (aunque llevemos horas despiertos, dando vueltas en la cama), comenzar a prepararnos para la rutina diaria, ir al trabajo, a la escuela o la universidad, marca el inicio de una nueva jornada.

Salir a la calle con todo lo que implica un tránsito caótico, calles atiborradas de vehículos, con conductores que en su mayoría hacen galas de falta de educación, de respeto a las leyes, y a los derechos de los demás, resulta desesperante.

El trayecto al destino que sea saca de sus casillas a cualquiera, por lo que no es de extrañar que la gente se torne agresiva y violenta.

Es cierto que debemos tratar de vivir lo más tranquilos y en paz que podamos por nuestra salud, más que por la anhelada y quimérica felicidad, pero hay situaciones que nos descontrolan y con las que debemos lidiar todos los días.

También es cierto que debemos ver cada día con alegría, pues es una nueva oportunidad y nuevo tiempo para concluir las tareas que ayer no pudimos finalizar.

Sin embargo, y aunque un día parezca muy poco tiempo, es más que suficiente para construir algo hermoso o para destruirlo para siempre. También alcanza para brindarle una valiosa ayuda a alguien que la necesita o para negársela, aunque de nuestra ayuda dependa hasta su vida.

Las 24 horas de un día bastan para asumir el más firme compromiso o para ignorar por completo nuestras obligaciones.
El tiempo de vida es un espacio breve, y por ende más breve es solo un día de esa vida, y cada minuto cuenta, pues en un suspiro fugaz, que a veces se va cuando apenas le hemos encontrado el sentido, solo un día puede hacer la diferencia. Solo una acción puede abrir las puertas del cielo o nos puede arrojar irremediablemente a al infierno.

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