Algunos pintores dominicanos intentaron plasmar la fiesta y la pachanga

El esplendor que emana del cuadro del francés Renoir titulado “Au jardin du Moulin de la Galette” pintado en 1876 es de una belleza que se mantiene en el tiempo. La modelo, la pintora Suzanne Valadon, despide una alegría que contagia y excita. Pero Renoir no se quedó ahí, siguió una serie con la misma Valadon: “danse à la ville” y “danse à la campagne”. La misma belleza se percibe en el “merengue” de 1970 de Federico Izquierdo.

El Impresionismo no solo trajo una nueva forma de pintar que desafiaba al academicismo, traía un colorido nunca visto y unas escenas que captan la celebración de la vida y la alegría de los seres humanos, que es lo mismo. Atrás quedan así aquellas vistas sacadas de la Biblia o de las trágicas batallas históricas en un accionar que exhibe un salvajismo disfrazado de cruzadas emancipadoras y santos crucificados, flechados y torturados, siempre con fondos oscuros como si fuera una oficina de abogados.

La frescura del impresionismo incluye actos simples de paz y alegría recogidos de la cotidianidad: “desayuno sobre la yerba”, parejas de novios y gente bailando.

Así como Monet fue seducido por ese ambiente, al igual que Degas y sus bailarinas, Lautrec quedó hipnotizado por el bailarín y payaso cubano conocido en los cabarets como Chocolate.
Nuevos artistas vieron en el baile, en la música, un tema de gran interés para el arte. A la Suzanne Valadon de Renoir le siguieron otros que sin querer, o queriendo, estaban armando dos géneros artísticos que tienen que ver con la alegría espiritual del ser humano: pintura y música.

Mucho antes, Goya había pintado el baile de la gallina ciega, esbozando los inicios del impresionismo con gitanas bohemias y borrachas; presentando un mundo que no es para luego.

Con el merengue, algunos pintores dominicanos repitieron esa experiencia lejana e intentaron plasmar la fiesta y la pachanga donde muchos de ellos estuvieron presentes y otros quizás no vieron nunca una fiesta de cuerpo presente.

Para Vela Zanetti fue un choque al llegar a un país dominado por una población campesina y perseguida culturalmente por su afición al merengue típico. Él lo plasmó como pudo en sus murales de personajes titánicos como el que se aprecia en el Castillo de San Cristóbal. El uso del güiro vegetal y tambor de un lado, quizás le vino más del “merengue” que pintó Jaime Colson en 1938 que de la realidad no tiene nada, a pesar de sus acompañamientos con el Jefe, un aficionado merenguero.
El “merengue” de Colson es frío e irreal, ni el acordeón ni la tambora se corresponde a lo que se usaba y el güirero no se ve integrado al trío. Es muy diferente al “merengue” de Alfredo Senior, quien era más fotógrafo que pintor, donde se ve una verdadera fiesta campesina con una tambora tocada a la horizontal golpeada por el palo y la mano a ambos lados; un acordeón, maracas y el güiro vegetal. La gente campesina bien vestida, como si fuera domingo, celebran el centenario de la Independencia. Esta obra, adquirida por el sociólogo tamborileño Frank Marino Hernández (primo de Tomás Hdez. Franco), formó parte de su colección particular en su oficina de la calle de Las Mercedes, donde vivió Lilís y es una obra clave en la historia de la pintura dominicana.

En muchas ocasiones uno se pregunta si realmente el pintor vivió el momento que se muestra en la pintura y parece que no. En el caso de Vela Zanetti del 48 y del 60, la diferencia es notoria aunque todavía se siente la frialdad de la sugerencia de terceros más que la vivencia directa. El estereotipo del africano tocando el tambor en posición vertical como conga, no es la tambora de Ñico Lora vista en fotos, anterior al 48 con güira de metal y tambora de dos cueros tocadas con la agilidad y el entusiasmo de quien se ha pegao un par de tragos. En la misma línea de Zanetti sigue Cándido Bidó con su “tamborero” de 1975 como si fuese un redoblante de una marcha de los bomberos.

Se entiende perfectamente este distanciamiento del pintor si lo enfocamos desde el punto de vista de las clases sociales. El pintor, de Colson a Zanetti, se mueve en las altas esferas de la sociedad que prohibía el merengue. En el Centro de Recreo de Santiago, una ranciedad clasista y racista, no se podía tocar merengue.

Aunque Yoryi se movió en esas esferas (acuérdese el lector, si acaso supo, que Yoryi fue el pintor oficial del retrato de Trujillo, aunque muchos dicen que era don Mario Grullón quien los hacía) pudo conocer en los barrios de Santiago, gracias a su cercanía con su hermano Tomás, merengue en vivo, merengue de enrramá, merengue de quinto patio. Su espíritu bohemio le permitió iniciar los mejores cuadros de merengues pintados en el Cibao como lo demuestra su acordeonista de 1933, una obra que nos mete de inmediato en el ambiente fiestero. Yoryi demuestra su afinidad con el merengue en numerosas propuestas pictóricas, pero al igual que los demás yerra en la representación de los instrumentos musicales. Así, en su “fiesta” de 1960 aparece un güirero con el güiro vegetal, cosa que ya había quedado lejos en el tiempo. En su “fiesta campesina” de 1959 tenemos un tamborero como conguero y el mismo güiro de mata.

Plutarco Andújar, oriundo de Loma de Cabrera, en la Línea, no puede pintar un güiro vegetal en sus “músicos” de 1980 porque ya todo trío típico, por más alejado del pueblo, ya tenía su güira de metal. No es posible que Plutarco no viera esos conjuntos que se metían en el tren de Lilís y bajaban en Navarrete para seguir rumbo a Esperanza, el Cruce de Guayacanes y armar, en toda la Línea, las fiestas más alegre después del cimarronaje de la época colonial. Tanto en el “perico ripiao”, pintado por Jacinto Domínguez entre el 1980 al 85 como la acuarela “los músicos” de los 90, puede hablarse de una verdadera compenetración de las dos artes. El acordeón de los “músicos” parece oírse con su uiiiiiiiiiiiinnnnn y el toque de la güira, detrás, rechina chiquichí, chiquichí, chiquichi. A la tambora se le oye su retumbar paraparabán, cataca que taca, paraparabán, cataca que taca y un tololilolaaaaa del acordeonista. Los colores se encargan de darle el ritmo de merengue que necesita el cuadro. Es claro que Jacinto es un bailador de esta música cibaeña que es hoy patrimonio de la Humanidad. Es claro que Renoir bailó con la Valadon más de un Can Can. Los demás artistas que quisieron plasmar el merengue pictóricamente mostraron sus buenas intenciones de identificarse con su ritmo, pero lamentablemente se quedaron con su “música por dentro”.

Ni Asdrúbal Domínguez, ni Paul Giudicelli, ni Jesús Desangles y menos Condecito y mucho menos las picassinerías de Oviedo o las pendejadas de Raulito reflejan el mínimo de emociones del ritmo cibaeño aunque aparezcan en un libro lujoso sobre el merengue. Un artista, cuando aborda un tema, se compenetra totalmente en él, es así como las pinturas sobre la prostitución en París de principios del siglo pasado resplandecen en el pincel de Lautrec, quien se mudó a los burdeles. Igual que en literatura, para escribir la historia del romo hay que emborracharse muchas veces sin que querramos decir que cualquier borrachón sea el mejor escritor del tema.

Queda el merengue de la enrramá de Izquierdo, que a pesar del güiro, que no se usa para 1977, se impone con la pareja bailando en primer plano, como un ícono de nuestra cibaeñidad que no ha sido superado todavía.

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