Shih Huang Ti, el primer emperador de China, llamado también Qin Shi Huang, encontró la muerte a los 49 años cuando andaba en búsqueda “del secreto de la vida eterna.”

El primer ministro, Li Si (“¡Una de las dos o tres figuras más importantes de la historia china ..!”),viajaba en su comitiva, -quizás junto a él- en el momento en que se produjo el inoportuno acontecimiento y todo indica que quedó razonablemente consternado. Temía que la noticia de la muerte del odiado mandatario pudiese provocar un estallido social, un incontrolable levantamiento en todo el imperio.

El temor del ministro Li Si era justificado. Había en China en ese entonces miles de personas condenadas para toda la vida a trabajos forzados, a dejar el alma y el pellejo en la construcción de obras descomunales como la infinita muralla (la infinitamente maldita muralla), el mausoleo del mismo emperador, el invencible ejército de terracota que lo protegería de los caprichos de la eternidad…Dada la indescriptible brutalidad del régimen, la noticia de la muerte del aspirante a inmortal habría provocado el caos.

Para peor, estaban lejos de la capital y el viaje de regreso tomaría semanas o meses. No obstante Li Si se propuso y al parecer consiguió durante un tiempo mantener el secreto de la muerte del primer emperador de un país que “sólo a partir de 1912 comenzó a llamarse oficialmente China”. El mismo que Marco Polo y otros llamaron Catay.

“La mayor parte del elenco imperial que acompañaba al emperador no fue informado de su muerte, y cada día Li Si entraba en su diligencia, donde se suponía que viajaba el emperador, pretendiendo hacer que discutían asuntos de estado. La secretista naturaleza del emperador mientras vivía permitió que esta estratagema funcionara y que no despertara dudas entre los cortesanos. Li Si ordenó también que dos carros que contenían pescado se llevaran inmediatamente antes y después de la diligencia del emperador. La idea tras esto era evitar que la gente percibiera el nauseabundo olor proveniente de la diligencia del emperador, donde su cuerpo se estaba empezando a descomponer severamente. Finalmente, pasados dos meses, Li Si y la corte imperial estuvieron de vuelta en Xiangyang, donde se anunció la noticia de la muerte del emperador” (https://es.wikipedia.org/wiki/Qin_Shi_Huang).

La versión del gran fabulador argentino Jorge Luis Borges difiere en parte y en parte corrobora lo que hasta el momento aquí se ha dicho del primer emperador. Borges respeta y hace suya la tradición, se atiene al mito, se apega como una lapa a lo que no pudo haber sido y no fue y sucumbe, como de costumbre a la admiración que en los espíritus tenebrosos ejercen los bellacos y las bellaquerías:

La muralla y los libros

…Quemar libros y erigir fortificaciones es tarea común de los príncipes; lo único singular en Shih Huang Ti fue la escala en la que obró. Así lo hacen entender algunos sinólogos, pero yo siento que los hechos que he referido son algo más que una exageración o una hipérbole de disposiciones triviales. Cercar un huerto o un jardín es común; no lo es cercar un imperio. Tampoco es baladí pretender que la más tradicional de las razas renuncie a la memoria de su pasado, mítico o verdadero. Tres mil años de cronología tenían los chinos (y en esos años, se incluyen el Emperador Amarillo y Chuang Tzu y Confucio y Lao Tzu), cuando Shih Huang Ti ordenó que la historia empezara con él.

Shih Huang Ti había desterrado a su madre por libertina; en su dura justicia, los ortodoxos no vieron otra cosa que una impiedad; Shih Huang Ti, tal vez, quiso abolir todo el pasado para abolir un solo recuerdo: la infamia de su madre. Esta conjetura es atendible, pero nada nos dice de la muralla, de la segunda cara del mito. Shih Huang Ti, según los historiadores, prohibió que se mencionara la muerte y buscó el elixir de la inmortalidad y se recluyó en un palacio figurativo, que constaba de tantas habitaciones como hay días en el año; estos datos sugieren que la muralla en el espacio y el incendio en el tiempo fueron barreras mágicas destinadas a detener la muerte. “Todas las cosas quieren persistir en su ser”, ha escrito Baruch Spinosa; quizá el Emperador y sus magos creyeron que la inmortalidad es intrínseca y que la corrupción no puede entrar en un orbe cerrado. Quizá el Emperador quiso recrear el principio del tiempo y se llamó Primero, para ser realmente primero, y se llamó Huang Ti, para ser de algún modo Huang Ti, el legendario emperador que inventó la escritura y la brújula. Este, según el Libro de los Ritos, dio su nombre verdadero a las cosas; parejamente Shih Huang Ti se jactó, en inscripciones que perduran, de que todas las cosas, bajo su imperio, tuvieran el nombre que les conviene. Soñó fundar una dinastía inmortal; ordenó que sus herederos se llamaran Segundo Emperador, Tercer Emperador, Cuarto Emperador, y así hasta el infinito… He hablado de un propósito mágico; también cabría suponer que erigir la muralla y quemar los libros no fueron actos simultáneos. Esto (según el orden que eligiéramos) nos daría la imagen de un rey que empezó por destruir y luego se resignó a conservar, o la de un rey desengañado que destruyó lo que antes defendía. Ambas conjeturas son dramáticas, pero carecen, que yo sepa, de base histórica. Herbert Allen Giles cuenta que quienes ocultaron libros fueron marcados con un hierro candente y condenados a construir, hasta el día de su muerte, la desaforada muralla.

Esta noticia favorece o tolera otra interpretación. Acaso la muralla fue una metáfora, acaso Shih Huang Ti condenó a quienes adoraban el pasado a una obra tan vasta como el pasado, tan torpe y tan inútil. Acaso la muralla fue un desafío y Shih Huang Ti pensó: “Los hombres aman el pasado y contra ese amor nada puedo, ni pueden mis verdugos, pero alguna vez habrá un hombre que sienta como yo, y ese destruirá mi muralla, como yo he destruido los libros, y ese borrara mi memoria y será mi sombra y mi espejo y no lo sabrá.” Acaso Shih Huang Ti amuralló el imperio porque sabía que este era deleznable y destruyó los libros por entender que eran libros sagrados, o sea libros que enseñan lo que enseña el universo entero o la conciencia de cada hombre. Acaso el incendio de las bibliotecas y la edificación de la muralla son operaciones que de un modo secreto se anulan. (Jorge Luis Borges, “Otras inquisiciones”).

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