El ocaso de una revolución

Las acciones del gobierno del presidente Obama en América Latina, en la postrimería de su último mandato, entrelazó de manera muy particular la política de varios países de la región alrededor de lo que sería quizás su legado más importante&#823

Las acciones del gobierno del presidente Obama en América Latina, en la postrimería de su último mandato, entrelazó de manera muy particular la política de varios países de la región alrededor de lo que sería quizás su legado más importante a la política latinoamericana: el restablecimiento de las relaciones de los Estados Unidos con Cuba.

Esos mismos esfuerzos por culminar sus últimos días en la Casa Blanca, si no con el corolario de haber clausurado la cárcel de Guantánamo -algo prometido en su campaña y no cumplido- se encaminaron por lo menos a dejar abiertos caminos de avenencia con un país vecino cuyas relaciones habían sido interrumpidas por más de cinco décadas.

Igualmente, esta política norteamericana hacia el sur de su frontera continental, además de generar el reconocimiento a figuras claves en la mediación de conflictos internacionales que incluso hoy continúan esforzándose por generar entendimiento, propició el avance de otros procesos colaterales, como es el caso de los acuerdos de paz en Colombia y la disminución de la presión al gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela, que desde su juramentación como presidente en el 2013 y muy especialmente en el año 2014, tuvo que afrontar situaciones muy difíciles a nivel interno.

Algunas cosas han cambiado. Obama no es más el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, con una visión más centrista de la política vernácula norteamericana ocupa la oficina oval de la Casa Blanca, y los procesos que parecían importantes para su antecesor parecen no importarle en lo absoluto.

Los firmados acuerdos de paz en Colombia encuentran muchos obstáculos para su implementación, las relaciones con Cuba están, aunque mejor que antes, en un punto de ostensible indiferencia y, si Obama redujo la presión de Washington sobre el gobierno de Maduro, Trump parece haberse dado cuenta de que la revolución bolivariana en Venezuela ha llegado a su ocaso y que por ende terminará cerrándose a sí misma cualquier posibilidad de subsistir, por lo que no es algo que debe preocuparle.

Y es saludable que los Estados Unidos permitan a los demás Estados resolver sus propios problemas, sin injerencias de ningún tipo. Lo peligroso de esto es que, mientras tanto se pierden vidas sin que exista la posibilidad de que algún árbitro que cuente con el reconocimiento suficiente de ambas partes para mediar con éxito entre oposición y gobierno.

Una vez el centro que hasta hace un año, desde 2014 aproximadamente había manejado los hilos de la geopolítica con cierto éxito logrando los hitos que mencioné anteriormente, se retira, los demonios hacen su entrada en la escena política regional y el instinto de supervivencia de Maduro arremete contra cualquier elemento, interno o externo que le huela a amenaza para su gobierno.

De esa manera ha atacado al gobierno de Juan Manuel Santos en Colombia y amenazó con divulgar videos y detalles de las negociaciones con las FARC. Ha denunciado la carta de la OEA con la finalidad de retirar a su país del órgano multilateral hemisférico. Se ha peleado con Brasil, Paraguay, Argentina, Uruguay –con razón o sin ella- y, en el plano interno, lleva a cabo maniobras que se asemejan a aquellas que realiza una fiera herida al sentirse rodeada por cazadores, lanzar manotazos a diestra y siniestra.

El 19 de abril de 2013, el mismo día de la juramentación de Nicolás Maduro como presidente de Venezuela, publiqué un artículo titulado “Venezuela esta vez sin Chávez” en el que, refiriéndome a la situación que debía enfrentar Maduro, expresaba “con un electorado dividido, le corresponde a Maduro manejarse con prudencia, pues es obvio que un país políticamente polarizado puede llegar a convertirse en una olla de presión que al explotar genere un estado de anarquía tan vasto que arrastre al oficialismo al abismo y desacredite totalmente las instituciones en las cuales se sustenta su gobierno”.

Sin lugar a dudas Maduro la ha tenido sumamente difícil desde el inicio pues, había pasado solo seis meses de que en octubre de 2012 Hugo Chávez ganara las elecciones con un 10% de diferencia a Henrique Capriles, sin embargo, en abril de 2013 Nicolás Maduro solo logró establecer una diferencia de 1.59%. Es decir, había comenzado su gobierno perdiendo más del 8% del favor de los seguidores de Chávez.

Para colmo, en un país en donde prevalecía la figura de un líder como vector inmanente de poder, una vez producida su desaparición física debió tomar una de dos opciones: dar pasos para sustituir esa democracia personalista en democracia institucional –lo que puede ser mal visto por seguidores obtusos- o tratar de equipararse –tarea casi imposible – al líder supremo de esa democracia.

Maduro desechó la primera opción, pues la oposición le acusa incluso de dar un golpe de Estado a la Asamblea Nacional por medio del Tribunal Superior de Justicia, y ha preferido enrumbar sus pasos por la segunda opción teniendo el más estrepitoso fracaso pues no prevalecen las mismas condiciones económicas y políticas en la región ni a lo interno de su país y mucho menos se cuenta con condiciones de liderazgo siquiera parecidas.

Lo peor es que, la OEA, organismo que pudiera contribuir a la búsqueda de entendimiento en Venezuela se ha descalificado a sí misma como árbitro en el momento en que Luis Almagro asumió sus diferencias con Nicolás Maduro como una lucha personal.

En fin, la única esperanza de que en Venezuela no sigan muriendo más personas y de que la situación política de ese noble y trabajador país mejore está quizás en las manos del único actor que puede, aunque cuestionado por una parte de la oposición, mediar de manera determinante: el Vaticano.

Aun así, luego de que todo esto pase -que ojalá sea pronto- quedará algo muy claro: la revolución bolivariana ha llegado al ocaso.

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